.
Llevaba desde la madrugada trajinando de aquí y para allá. El inesperado triple homicidio en la colonia Condesa, el trágico accidente ferroviario en la entrada oeste de la cuidad, y las visitas de rigor al asilo de ancianos la mantuvieron ocupada hasta casi las diez de la mañana. Una vez verificados los signos vitales de los ancianos, salió del hospital con apremio hacia el domicilio de su próximo cliente, un pobre hombre que, como en su expediente explicaba, se quejaba constantemente de la vida y deseaba morir hoy. El reloj marcaba la hora exacta cuando entro a la habitación de su cliente, que moribundo se quejaba de su maldita vida y su triste trabajo. Como la profesional que era se acercó para verlo mejor, pronto descubrió que el hombre oscilaba entre los 35 y 40 años de edad, supo que era casado por las maldiciones que lanzaba a su esposa e hijos.
—Qué mejor hora para morir, tempranito y a mitad de semana —pensó mientras contemplaba el rostro del hombre palidecer más.
—¿Pero qué es lo tenemos aquí? —inquirió con su sonrisita irónica al ver en los puños del desfallecido hombre, un crucifijo. Al ver que se trataba de un hombre de fe, llevo su pulgar derecho a la frente y con la punta dibujo un circulo. Dijo unas cuantas conjuraciones y ordeno al reloj detenerse, una vez sin el ruido del tiempo pudo leer la nota suicida de su valeroso cliente:
Me hubiera gustado llegar a los 40, pero no… mi camino debe finalizar hoy. Desde que cumplí 30 empecé a detestar todo a mi alrededor. Aquel cumpleaños marcó el inicio de mi decadencia, comenzaron las obligaciones y las responsabilidades que me condujeron a una vida común y corriente como la de mi padre, mi hermano y mis detestables amigos. No fue fácil ver mi vida de pintor irse por el desbarrancadero. No puedo más…
Le llenaba de vida poder auxiliar a los desesperados, a los hambrientos, a los enfermos, o cualquier individuo o grupo victima de la maldad humana. El suicida, por su parte, siempre recibía una atención especializada, era una persona de buen morir cuya valentía era incomprendida por la sociedad. Siempre le inquieto el ángulo existencial del suicida, la manera en que afrontaba a su propio destino y su despampanante pasión de querer eliminarse de una vez por todas de la vida. Volvió a llevar su pulgar a la frente del moribundo esta vez para cerrar el circulo, una vez dichas las conjuraciones necesarias el reloj recobró su tic-tac y los quejidos del hombre se volvieron a escuchar. Recobrada la normalidad sintió cansancio y hambre, se froto las manos mientras decía a su cliente:
—Ni hablar, si así lo quieres entonces así será.
Paso su mano helada por la frente del doliente, el cuál, al sentir los tiesos dedos de su santidad la Calaca se estremeció de gusto. Para el agónico hombre era un logro personal tenerla enfrente. Quiso abandonarse entres sus brazos y morir por primera y última vez, cerró sus ojos pero volvió a abrirlos, temió que su santidad la muerte se fuera y lo dejará con vida. No podía permitirlo. Había tardado cinco años para invocar a la dama del mas allá cualquier descuido implicaba seguir viviendo entre esta podredumbre de vida.
En todo este innecesario análisis transcurrieron diez minutos. La Calaca se impacientó al ver que su cliente no sucumbía antes sus brazos. El hombre seguía rehusándose a cerrar los ojos para siempre y para colmo la miraba con una ternura que poco a poco la desquiciaba. Además la cara del hombre había recobrado sus colores incluso el dolor de vientre y la cabeza se habían disipado. Ella por su parte lo mantenía entre sus brazos aguardando el último latido del corazón. No podía reprocharle nada a sus clientes menos a los valientes suicidas, pero estaba agotada de tanto trabajo y además se estaba muriendo de hambre. Su cliente debía morirse pronto o si no se vería en la necesidad de irse.
Miró el reloj, el tiempo no la favorecía ni a ella ni a su cliente. Debía comer primero y después tomarse una hora libre para descansar, aunque debía pasar antes por el hospital Valparaíso a verificar los signos vitales de unos comatosos. Todo esto le pareció imposible. Detestaba que se le juntaran los clientes con el hambre, cada vez que le sucedía esto la pasaba muy mal, caía en un mar de imprecisiones que terminaban sacándola de sus estribos. A estas alturas se dio cuenta que el suicidio había sido un fracaso y al ver sonriente todo lleno de vida a su cliente no pudo contener su ira:
—You are a fucking imbecil —dijo en un inglés casi perfecto —What have you done wrong? Why are you not dying for god sake?
—¡Ave Maria Purísima! Si hasta hablas inglés santa madre, ¿qué eres gringa madre mía? —inquirió el hombre sorprendido al escuchar las palabras de la Calaca.
—Contéstame —arremetió furiosa al ver la impertinencia del hombre y volvió a preguntar —¿qué has hecho mal pues no te has muerto?
—He tomado cloro, cloro madre santa —contestó el hombre con toda su humildad disponible.
La majestuosa muerte al escuchar lo entendió todo y regaño a su cliente sin compasión.
—Si serás imbecíl, debiste haber tomado sulfuro, metido un balazo entre las cejas, tirarte al tren, que se yo… ¿Qué crees que tengo toda la vida para ayudarte a morir? Levántate y mírate, estas más vivo que nunca.
El hombre al verse maltratado en su propia casa se levanto e indignado agregó:
—Mire señora, usted no me va a venir a gritar en mi casa y menos cuando me estoy tratando de morir. ¿Qué tipo de servicio es este? Cállese la boca y hágame favor de irse mucho a la chingada.
—Ah conque el señoriíto no se quiere morir entonces— inquirió molesta al ver la majadería de su cliente.
Orgullosa como la muerte misma, saco de su bolso la nota del suicida, la hizo pedacitos y se la arrojo en el rostro. Indignada escribió en su folio la crónica de los eventos aquí narrados y antes de salir dejo una nota sobre la mesa. Una vez a solas el hombre leyó la nota donde la santa Muerte lo condenaba a vivir más de cien años, y con un sin número incurable patologías entre estas hepatitis, diabetes, y artritis.
Thursday, December 18, 2008
Subscribe to:
Post Comments (Atom)
No comments:
Post a Comment